NOSOGRAFÍA PSIQUIÁTRICA: UN DILEMA ÉTICO
- fabianjesusvidal
- 8 jul 2021
- 6 Min. de lectura
Actualizado: 9 jul 2021

Primera aproximación al tema en cuestión
Nosografía es una palabra moderna. Se formó a partir de los componentes léxicos griegos: nousos (enfermedad) y graphein (escribir), más el sufijo -ía (cualidad). Su expresión, en concreto, denota la descripción y clasificación metódica de las enfermedades; por lo cual, cuando nos referimos a una nosografía psiquiátrica o psicológica nos referimos a la taxonomía y descripción clínico-semiológica de las enfermedades de la mente, o como decían los griegos, que adolecen el alma.
Ineludiblemente los conceptos que se utilizan en la nosografía psiquiátrica están relativamente poseídos de una especie de animismo muy arcaico, dentro del cual, palabras como “trastorno afectivo bipolar”, “ciclotimia” o “esquizofrenia” adquieren identidades independientes que funcionan como vectores sobre el comportamiento humano. La consecuencia de este hecho subyace a una serie de batallas entre imperios intelectuales de allá entonces, donde la hegemonía del positivismo francés y las ciencias exactas dominaron todo el espectro del conocimiento, invalidando toda narrativa en primera persona como fuente pura de conocimiento.
Una pregunta preliminar que puede discurrir de esta cuestión es la que sigue: ¿Es posible describir la experiencia humana en los términos del conocimiento actual? Es decir, en los términos nosograficos? Y de ser así ¿Cuáles son los efectos o consecuencias?
Hasta aquí pudiese parecer que está cuestión reposa sobre una disquisición sofisticada y poco natural, pero existen razones fundamentales mediante las cuales es posible observar la tragedia fáctica y pragmática que esconde tal asunto.
En agosto de 2018 sorprendió en portada de la BBC la noticia de Aurelia Brouwars, joven holandesa de 29 años, diagnosticada con diversos trastornos mentales, quien solicitó la muerte asistida, tras expresar una serie de malestares en relación a toda la serie de etiquetas que padecía encima suyo: depresión, bipolaridad, esquizofrenia, etcétera, etcétera, etcétera. Al analizar la situación la variable nosografica debuta inmediatamente como una dimensión iatrogénica del trabajo profesional, que más allá de brindar una comprensión sobre la patología de la paciente, maximizó su sentido de enfermedad. En relación con los diversos y complejos títulos de trastornos diagnosticados sobre la misma, afirmó: “Lo he elegido [la eutanasia] porque tengo muchos problemas de salud mental. Sufro de forma insoportable y no tengo esperanza. Cada aliento que tomo es tortura […] estoy atrapada en mi propio cuerpo, en mi propia cabeza, y solo quiero ser libre”. Bien sería plausible que esta noticia tornara hacía un curso habitual de la problemática, preguntándonos, por ejemplo: ¿podría el deseo de morir de Aurelia ser un síntoma más de su enfermedad psiquiátrica? ¿bajo esa situación, sería correcto asistirla en su muerte? Sin embargo, lo que embarga la preocupación de este dilema no es aquello, sino algo distinto: ¿De qué manera los diversos diagnósticos psiquiátricos influyeron en Aurelia y su deseo de acabar con su vida? ¿Es conveniente el diagnóstico psiquiátrico, considerando la salud y bienestar de los pacientes que, en ocasiones como estas, culminan con la muerte? ¿Es éticamente correcto el diagnostico mental en los términos del conocimiento nosografico actual?
Sobre esta cuestión, existen diferentes argumentos. Uno de ellos, más profesional, acentúa la importancia que el diagnostico nosografico tiene para crear un lenguaje comprensivo entre profesionales, mediante el cual, en sumo, se sirve la investigación epidemiológica para controlar el manejo de las cifras, favoreciendo el trabajo de intervención psicoterapéutica y farmacológica. Por su parte, el conjunto social aclama dos puntos de vista heterogéneos. Hay quienes, opuestos a la clasificación, la consideran una etiqueta estigmatizante, y otros, una necesidad biomédica.
Surge, por tanto, un dilema: los profesionales de la salud están obligados a diagnosticar mediante el uso de este lenguaje, lo cual al mismo tiempo provoca efectos iatrogénicos en los pacientes. ¿Cómo entonces se resuelve tal asunto?
Propongo lo siguiente. Las personas poseen relatos sobre si mismos, estas historias tienen por cualidad el potencial de ser multihistoriadas, es decir, que pueden ser contadas de diferentes maneras. Cada forma de contarla, deja de algún modo fuera algún resto. Lo cual supone necesariamente una practica de edición. Pero las ediciones no son neutrales. El riesgo de reducir la riqueza de un relato a una historia única ha sido gobernada por distintas fuerzas en la historia humana. En el siglo XIX los alemanes profirieron un relato único sobre los judíos, publicando un documental explicativo cuyo fin era dar a entender "porque los judíos son como las ratas".
En este punto, es plausible insertar una consideración respecto del poder, proliferada ya en Francia en el siglo XIX, por Michael Foucault. Este pensador cayó en la cuenta de que la artimaña más grande del poder no yace en lo represivo de sus efectos y acción, o en lo negativo de su fuerza y carácter. El poder no solamente descalifica, limita y niega, sino que su aspecto más penetrante circunspecta a sus efectos positivos y constitutivos, de los cuales estamos sujetos mediante verdades normalizadoras que configuran nuestras vidas y relaciones. En esta línea, un diagnóstico patológico vendría siendo una operación constitutiva del ser de dicho trastorno, cómplice de los dispositivos del poder moderno, lo cual justifica que una persona con un diagnóstico depresivo termine comportándose como tal, hasta alcanzar la muerte misma.
La ética que por tanto desarrolla Michael Foucault refiere a un proceso de subjetivación que se opone a los mecanismos de sujeción en el mundo occidental. Las personas que vienen con problemas de salud mental poseen relatos que están enmarcados en amplios contextos de vida, por tanto, toda cosificación hegemónica que intente hacer de alguien una cosa invariable y reducida supone una transgresión ética que culmina en la hegemonía de una historia única.
A este debate se suma Martin Heidegger, quien consideró que el problema ético más grande es que a lo ontológico se le predique lo óntico, o bien, en otras palabras, que al ser le sea predicado el ente. Esto significa -según Heidegger, que a ese ser, que Aristóteles definió como “kinesis to bio” (el movimiento), no se le pueden superponer clasificaciones capaces de aprehenderlo. Todo intento de hacerlo, es como intentar atrapar el tiempo. Según Heidegger, como hemos olvidado al ser, lo hemos sustituido por el ente, esto es, por el mundo de las cosas. Un diagnóstico patológico, sería, por tanto, una transgresión ética contra el movimiento del alma. Nada es más antiético que una narración en tercera persona de aquello que ocurre vívidamente en primera persona.
La ética heideggeriana añade algo más al ser del humano, esto es, su resistencia a lo invariable. Esto significa que permanecemos siempre reinventándonos, transformándonos, moviéndonos de lugares preferidos de identidad y cambiando toda nuestra historia. La patología, sin embargo, se diagnóstica en vista de los cambios abruptos. Ya mire usted las cifras sobre trastornos en tiempos de Covid, -tiempos de cambio, que han aumentado exponencialmente. Como si de pronto dormir mal, se convirtiese en una patología individual, y no acaso en un problema cuya significación circunscribe a un colectivo. En psicodiagnóstico es habitual la pregunta ¿y antes le pasaba aquello…? Como si la continuidad de los modos de ser y estar en el mundo supusiesen un estatus de salud al cual uno pudiese verdaderamente arribar. En este sentido la ética no puede versar sobre lo inmutable del humano, pero tampoco, sobre ninguna verdad externa a las experiencias fácticas de quien vive. ¿Fue ético entonces haber diagnosticado a Aurelia desde los 12 años, con una serie de diversos trastornos? ¿no estaba acaso en el padecimiento de sus propias palabras el saber clínico necesario?
Una reflexión que me resulta relevante es pensar sobre las distintas posibilidades de lo qué es una mente. Pongo tres sobre el papel: un objeto, una objetualización y un fenómeno. Un objeto es algo que está ahí, arrojado, pasivo, con lo cual puedo experimentar. Si yo tengo una silla, la puedo pensar como “el estudio de la silla” y entonces me vuelvo “un sillologo”: el objeto de estudio de la “sillología” sería una objetualidad, no un objeto.
Preguntémonos entonces: ¿Es la mente un objeto o una objetualidad? o en otras palabras ¿es algo con lo que me encuentro y puedo experimentar o es algo que yo puedo concebir y conceptualizar? si decimos que se puede conceptualizar, entonces es un ideal, y ese ideal tendrá que encajar más o menos con cada una de las personas que tengo en frente, sin embargo, pareciese ser que la mente no es tanto un ideal que está fuera, sino algo que está dentro y es propio de cada persona y su singularidad, por tanto, —afirmo de forma taxativa— la mente no es ni una objeto ni una objetualidad, sino un fenómeno.
El teclado que ahora mismo estoy presionando para escribir es un teclado independientemente de lo que signifique para mí, pero en este momento yo no lo estoy experimentando como un teclado, sino como una extensión de mi pensamiento, y significa algo distinto para mí que para ustedes. Esa es la diferencia entre objeto, objetualidad y fenómeno.
Cierro por la mitad, entonces, con lo siguiente. La mente no es una cosa que está ahí, ni una conceptualización de algo, sino un fenómeno, y, por tanto, como entidad fenoménica responde a la singularidad de cada quien -o como diríamos nosotros: "a su propio ritmo" (que la filosofía heideggaeriana junto a diversos teologos han llamado: el kairos). De ahí que no se le puedan, ni deban —éticamente— predicar en términos objetivantes, es decir, en los términos de una cosa, ninguna clasificación semiológica o psicopatológica que esté fenomenológicamente desvitalizada, es decir, que no esté en contacto íntimo con la vida, valores, creencias y territorios de identidad preferida de las personas que consultan en psicoterapia o psicodiagnóstico.
Por: Fabian J. Castañeda Vidal
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