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MI MAMÁ ES ESCRITORA

Actualizado: 6 jun 2020



Hoy en la tarde mi mamá me preguntó como se hacía para compartir sus notas del celu con algunos contactos de WhatsApp. Me impresionó ver que tenía muchas reflexiones allí escritas, nunca antes imaginé que le gustase escribir; pensé por un momento: ¿por qué está haciendo esto?, me dí cuenta altiro de la influencia determinista de mi pensamiento, buscando causas fantasmas, quizá intrapsíquicas, quizá emocionales, quizá sintomática; fue en ese momento en donde me acordé de algunos escritos que White publicó entre los 90 y el 2002, en donde distingue, con su talento innato, la diferencia sustancial entre trabajar con las personas desde una ética del control a una ética de la colaboración. La ética del control supone —entre muchas otras cosas— toda una serie de presupuestos naturalistas respecto a características inherentes, fijas, o si quieren, rígidas, respecto de cómo están “compuestas” las personas ante una multiplicidad de opciones, pero siempre delimitadas, y por supuesto, categorizadas científica o profesionalizadamente. Dicho así, es muy fácil comprender desde un pensamiento lógico-científico que, ante la deductiva realidad las personas que escriben son personas intelectuales, que por supuesto, “por s-u-p-u-e-s-t-o”, mi mamá no lo es. Una segunda característica de la ética del control se ubica en la relación que tiene quien ejerce tal ética con las personas; el terapeuta, por ejemplo, intentará cambiar desde un paradigma estructuralista a su consultante; tendrá entonces márgenes categóricos dispuestos en favor de lo que el entiende por bien y por mal, e intentará transformar, modificar y sobrenaturalizar a todo aquello que se presente delante suyo desde dichos canones, de modo que todo aquello excluido del entorno pre-natural supondrá un defecto, una carencia, una patología, una anomalia que muchas veces se transforma en una pregunta sospechosa ¿y tú, por qué? (¿por qué escribes, si no eres… no encajas, en la categoría natural, unilineal, lógico-matemática, deductiva de un intelectual?); en el siglo XX, las investigaciones filosóficas francesas, muchas de ellas lideradas por Foucault, concentraron alto interés sobre este tema; entre las más relevantes, hubo una que se concentró en abordar, cuestionar, y deconstruir la cuestión de la anormalidad. Una de las comprensiones más sobrias y terapéuticas que me gustan, son las propuestas que Michael White hace acerca de lo ausente pero implícito, esto es (explicado superficialmente) que todo aquello explicito, intencionalmente expresado, refleja potencialmente lo implícito y consciente de su inverso, esto es, entonces, ¿es anormal mi mamá? La ética de la colaboración, en cambio, supone una forma descentrada de vivir al prójimo, en donde quien está al centro, no es quien se hace la pregunta, ni tampoco los descubrimientos acordados en el lenguaje científico, fenomenológico, o de cualquier tipo; básicamente, nada está al centro, sino únicamente la persona a la cual estamos escuchando; en la ética de la colaboración, mi mamá esta al centro, y no mis ideas sobre mi mamá. Más que una técnica, la ética de la colaboración se trata de una cosmovisión que se experimenta en la libertad; y esta consideración es relevante ya que —aunque no es una afirmación de las practicas narrativas a mi juicio, y desde mi cosmovisión, riqueza y sabiduría bíblica, ninguna persona que no sea “libre” en su expresión más polisémica y abierta posible, podrá emancipar a su otredad de una esclavitud arraigada; de modo que solo puede llevar luz, quien está en luz. Otra cuestión importante a considerar en cuanto a la ética de la colaboración, es qué, al contrario con la ética del control, las acciones ejercidas por las personas no son ya individuales ni independientes, sino, como si bien su nombre lo indica, son colaborativas; funcionan en comunidad. El efecto máximo que alcanza esta premisa, es qué la identidad tanto en autopercepción de ella misma como en su funcionalidad exteriorizada, no se gesta en relatos individuales aislados, sino en la concatenación de eventos narrados por sí mismo y en colaboración; de ahí que el resucitar relatos sobre experiencias silenciadas y olvidadas hace resurgir, validad y re-conocer aspectos de la identidad que yacían hasta ese entonces sepultados, invisibilizados, subyagados y cohartados por relatos dominantes del tipo “son los intelectuales quienes unívocamente escriben”. La univocidad es fundamentalmente la característica esencial de las historias dominantes en la cultura, esto es, que no permiten una alternativa extraordinaria de narrativa, sin embargo, mi mamá tenía una; una rica en sabiduría, relato e identidad; una historia que no rompe con la excepción de escribir por fuera de la intelectualidad, no porque no lo haya logrado, sino porque esa excepción no existe, a no ser, única y exclusivamente por los relatos dominantes de la cultura. Es fácil silenciar otras voces en nombre del poder, porque el poder siempre es coercitivo; mucho más fácil es para quien sabe, porque como decía bien Foucault, el saber es indivisible al poder, y que difícil es abandonar las simplificaciones lógicas-matemáticas reduciendo una vida a un concepto sabido, una idea clasificada o una categoría de poder, por ejemplo, reduciendo una historia de dolor al concepto depresión ¿Cuál es entonces el mejor camino? El de la complejidad, el que permite mundos de significados implícitos en vez de explícitos, a través de dar espacio a múltiples perspectivas, encaminando a las personas a un mundo abierto de significados, complejidad y validación de la subjetividad, mediante practicas lingüísticas no rígidas, no determinantes, no exclusivas; favoreciendo el carácter extraordinario de las descripciones coloquiales, poéticas o incluso filosóficas, frente a las descripciones técnicas, cerradas y apodipticas, transformando así la naturaleza de la conversación en una cuestión menos controlada y más exploratoria, de modo que en cada experiencia, no haya una interpretación de quien es mamá, sino una curiosidad enorme ante la fascinación de saber que mamá es mil relatos más, y que ninguno de ellos cabe en una reducción conceptual. Mamá es como un libro que se autonarra, pero eternamente. Incluso si muriera; mamá es la excepción que me llevó a aprender que las excepciones no existen, sino la vida. De hecho, casi ya lo había olvidado, que el año pasado me sorprendió con una carta escrita a mano para mi cumpleaños; me hizo llorar. No solo fue profunda, también fue poética. Mi mamá es una escritora, y yo no sabía, porque interpretaba, e interpretar no es conocer; conocer es amar, y amar es renunciar a interpretar y dejarse aprender por aquello que esta presente, sin miedo a su complejidad, rareza, inclasificabilidad o incomprensión. Más amor, para menos temor, eso necesita el mundo, eso necesito yo.


Por: Fabian J. Castañeda Vidal

 
 
 

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