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Las preguntas filosóficas de Dios

Actualizado: 13 abr 2020


“Las preguntas filosóficas de Dios”, es el título de un fascinante apartado reflexivo que escribe hoy, una gran amiga argentina, enfermera y ágil pensadora, Sol Addante, con quien he tenido el privilegio de poder compartir este verano de un seminario en Chile sobre Cosmovisión Bíblica en modalidad internado por durante un mes y medio (a propósito de la cuestión por la pregunta) y con quien nos hemos interesado en compartir estas voces del pensamiento puestas por escrito.


Al leer su reflexión, no puedo no evocar casí como una “consciencia colectiva” jungiana de la humanidad, algunos hitos del pensamiento que conmemoran una idea emancipadora del ser humano. Ya decía Heidegger, en el siglo XX, que hemos abandonado la pregunta, y específicamente la pregunta por el ser, básicamente porque nos hemos sometido a lo óntico. El ser humano —decía Heidegger—, no habla el idioma del ser, habla el idioma de las cosas. Es curioso que cuando nos presentamos lo hacemos desde el lenguaje “óntico”, ósea, el lenguaje de los entes: las cosas; “…Mi nombre es Fabián y yo “soy” (ontológico) “psicólogo” (óntico; cosodirigido [si es qué existe esa palabra] o dirigido hacia la “cosa” óntica del “actuar como psicólogo” desde un ente rolico, también político, desde el cual se establece una relación de poder). Este patrón de pensamiento se repite y extrapola constantemente en las estructuras sociales en las que nos desenvolvemos y por lo tanto, también, las fuerzas que ejercen en favor de suspender el ejercicio interrogativo se normalizan mediante otros entes; de ahí que diversos pensadores (Marx, Baro, Nietzsche, Foucault, Kierkegaard, Sartre…) remitiendo al inicio (…) casi como por “consciencia colectiva” han intentado emancipar al sujeto interrogativo de su cuerpo dócil, haciéndolo mediante el fascinante ejerció en el que nos introduce Sol, a través de su reflexión filosofica-teologica, para transformarlo en un cuerpo animado abierto al diálogo; sujeto animado y deconstruccionista del monologo normativo que nos con-funde (desde su fusión) en la idea de un falso Dios y un falso “ser” humano que no cuestiona, no descubre y no pregunta.


Escribe Sol Addante.


Amo preguntar.


Me ocurre desde siempre; el afán inquisitivo comenzó, como en todos, a temprana edad; la “etapa de las preguntas” en mi caso fue muy intensa y prolongada, y creo que encontró cierto encauzamiento conforme pasaron los años y la madurez; sin embargo, más que una acción, preguntar se trata de un modo de concebir la vida y la interacción con la realidad, por lo cual se transformó en parte cotidiana de mi existencia.


Preguntar forma parte de nuestra naturaleza. Nos conecta con la realidad, nos relaciona con los demás, nos hace elaborar pensamientos permanentemente. Preguntar nos hace humanos, y aún más, nos conecta con nuestra parte “eterna” que busca lo expansivo, lo infinito y universal. La magnitud de las preguntas con que abordamos la realidad y que al mismo tiempo nos interpelan, abarcan aspectos tan elevados y profundos que nos resulta imposible hallar respuestas con nuestras capacidades concretas, y menos aún, respuestas que sean acabadas, certeras y nos satisfagan completamente Allí nacen las preguntas filosóficas, ese terreno en el cual nada parece haber sido respondido lo suficiente como para no poder ser repreguntado, una vez más:


¿Qué es la vida?

¿Cómo ser feliz?

¿Por qué existe la maldad?

¿Quién soy yo?


Todo puede ser puesto bajo la lupa filosófica, y todos podemos ejercitarla, aún sin ser expertos en ella. La filosofía aporta a nuestra experiencia vital grandes herramientas, básicamente porque encauza un apremio existencial, esa imperiosa necesidad de encontrar respuestas a aquello que nos conflictúa y nos desconcierta de la vida, aquello que nos deja extrañados e indefensos ante un devenir que todo el tiempo nos supera, que prescinde de nuestra opinión o capacidad de explicación para continuar su curso.


Por otra parte, al establecer una relación con Dios o su concepto (cualquiera que sea, se llame negación, devoción o cualquiera de sus variantes) siempre lo hacemos desde la pregunta; y uno de los elementos que definirá nuestra postura respecto a esto será su capacidad explicativa o de respuesta a nuestras profundas interrogantes:


Si Dios existe, ¿por qué las guerras?

¿Por qué Dios permitió que sufriera toda mi vida?

Si Dios creó todo, ¿quién creó a Dios?

Yo creo en Dios porque él le dio un sentido a mi vida

Pienso que es Dios quien determina lo bueno y lo malo

Sólo Dios sabe


Dios se convierte entonces, en un receptor y canalizador de nuestras preguntas filosóficas y a la vez el responsable de darnos una respuesta satisfactoria a ellas para poder dar fe de que realmente es el “absoluto” que su propia definición le atribuye ser.


Por otra parte, la imagen difundida de Dios es la de un soberano que autocrático y monopólico del conocimiento (de corte verticalista), que no admite pregunta alguna, que monologa, que sólo extiende el saber ya resuelto y que lo único que espera de nuestra parte es la aceptación sumisa y callada; para quien toda pregunta es sinónimo de irreverencia, un atrevimiento imperdonable de alguien que osa poner en duda su venerable sabiduría.


Yo creo en Dios. Y en mi experiencia con él encontré a un Dios muy diferente, lleno de reveses a estos conceptos. Y es un Dios preguntando. Preguntando filosóficamente. Preguntando filosóficamente al ser humano y aguardando su razonamiento.

Job es un hombre ejemplar: Integro; buen padre; buen hombre. Pero de la nada, la vida le tiene preparada una seguidilla de desgracias: en un solo día, una enfermedad incurable lo asalta, todos sus hijos se mueren, su esposa lo deja y queda arruinado económicamente. Job respetó toda su vida a Dios, por lo cual comienza a argumentar y las preguntas sin respuesta se suceden una tras otra, casi superponiéndose y fluctuando entre todos los interrogantes imaginables de una persona en tales condiciones. Job exige con todo derecho respuestas que sin duda el Dios soberano debe de tener y tener la consideración de darle.


Pero pasan meses sin respuesta.


Y cuando finalmente Dios aparece, no es para responder.


Dios viene a preguntar:


“¿En dónde están guardadas la luz y las tinieblas?”

“¿Conoces tú las leyes que gobiernan el cielo?” “¿Eres tú quien aplica esas leyes en la tierra?”

“¿Es tu sabiduría la que hace que el halcón vuele y que hacia el sur extienda sus alas?”


Usualmente creemos que somos nosotros los dueños de las inquisiciones a Dios, y Él se ubica en una constante defensiva porque no se desestabilice su supremacía absoluta, tratando de sofocar todo intento de cuestionamiento para evitar una rebelión que lo deponga de su trono.


Pero Dios también pregunta.


Le pregunta a Job por el origen, lo enfrenta con la naturaleza que lo rodea, con el devenir de las cosas y las leyes observables, invoca toda su capacidad filosófica para llevarlo a una verdad más profunda y a la vez palpable.


Tal vez Dios elige en su respuesta a Job la pregunta, porque ama la reflexión y el cuestionamiento como parte de la construcción del conocimiento y porque ella no le es ajena en lo absoluto. Tal vez sea Dios quien realmente creó la pregunta y hace constantemente espacio para ella, quien abre el camino de la duda en medio de nuestro razonamiento y quien estableció que sea por medio de la pregunta que mediaticemos nuestro deseo de conocer la verdad.


Dios pregunta profundamente y toma el guante, lanza el desafío filosófico para quienes fuimos creados por él a su imagen, con ese mismo deseo insaciable de preguntar.

“Prepárate a hacerme frente.

"Yo te cuestionaré, y tú me responderás.”

¿Aceptas el desafío?

 
 
 

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