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EL SENTIDO DE LO ANORMAL Y LA CONTINUIDAD DE LA EXPERIENCIA



En este texto breve, pretendo, —asumiendo quizá, una falencia de claridad—intentar reflexionar filosóficamente sobre la anormalidad como una interrupción de la continuidad, en el sentido de un continuo relacionamiento con el “mundo” singular y significativo, esto es, el mundo propio y singular que habitamos de una manera pragmática y funcional, ósea, fáctica; que una vez quebrado o interrumpido, adviene en una sensación de anormalidad. La pregunta vertebral que estimula esta reflexión es la siguiente: ”¿Cómo es, que con todo lo que conlleva la norma estadística, o ideal, devenga interiormente un sentido de normalidad o anormalidad ya sea para apropiárselo al si mismo o a otros?


En una idea preliminar, es posible pensar la temporalidad y el espacio como precondiciones de una sensación, en los términos y significados que expondré ahora. La normalidad entendida en el “tiempo” presupone a un ser humano que actúa en una consecución de actos en un “mundo” que tiene relación con “los útiles” esto es, con un manejo practico de nuestra relación con las cosas. Un ejemplo de esto es el siguiente: supongamos que agarramos la madera, luego el clavo, y consiguientemente el martillo con un fin especifico: construir un mueble. Ese fin especifico, es una posibilidad de nuestro ser. A las posibilidades de nuestro ser le pueden venir a sí (le ad-vienen) posibilidades de interrupción de una continuidad, esto es, un estado de quiebre, bajo el cual, nuestro “mundo” que no nos contiene como una “cosa” (invariable), sino que habitamos existencialmente —(o como Aristóteles precisó en la tercera cualidad de la mente: “kinesus to biu”: el “movimiento”, flujo de acciones a voluntad pragmática)—; este mundo, en el que nos movemos y actuamos temporal y significativamente en una manera que despliega un plexo relacional de significaciones donde nos relacionamos con las cosas de una manera pragmática, se suspende. Ahora bien, nuestra relación con las cosas es preteoretica y no primariamente mentalista, tenemos una precompresión del mundo incluso antes de lenguajearlo, lo cual implica que mientras más martillemos con el martillo (sentido de martillar el cual adjudicamos en nuestra relación con él) más originariamente va a ser nuestra relación con él, en cuanto más encarecidamente se nos revelará como aquello que es, esto es: un útil. Cuando el martillo se rompe, cuando llega el estado de quiebre, es cuando por primera vez nos preguntamos —digamos que— ontológicamente, por el martillo: sobre el “qué es” de su ser, o de su movimiento, esto es, de su sentido o practicidad; así también, como cuando sin apenas preguntarnos por nuestros músculos, al romperlos hipertróficamente en un gimnasio, nuestra conciencia es arrojada a ellos. En este punto, es donde se genera una narrativa, un entrelazado significativo de organización temporal que da sentido al tiempo pasado y que hacemos desde el presente, reordenándolo en el sentido en que se pueden o no generar ciertas posibilidades de nuestro ser. Aquí radica la propia conciencia de anormalidad que es transmitida estadística e idealmente por el lenguajear fundamentalmente una sensación y comprensión interna: una obstrucción de la continuidad significativa de nuestra relación practica con el mundo singular que habitamos. De aquí que la evaluación psicológica no deba sustituir una comprensión del paciente “sin tiempo, y sin mundo” de manera que la comprensión en primera persona que el sí mismo tenga de su anormalidad no sea arrebatada junto con su mundo de significados, en donde radica principalmente, y de facto, su patología, esto es, por defecto, la correlación entre los actos anormales, teñidos ideal o estadísticamente, y el sufrimiento; en otras palabras, la vivencia significativa de una afección y su correlato factico en el entorno.




Por: Fabian J. Castañeda Vidal

 
 
 

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