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CRITERIOS DE ANORMALIDAD


Antes que cualquier cosa la anormalidad es un dispositivo del poder moderno. Luego de aquella entidad subterránea y casi invisible es entonces otras cosas: una alteración, una transgresión del ciclo vital, un constructo y, sobre todo: una disfuncionalidad; todas estas no son prescindiendo de la presencia de la cultura y la legitimización de los saberes ya sean locales o expertos mediante un fuerte sistema político.


A simple vista, los criterios que rigen actualmente la normalidad pareciesen ser dos: los estadísticos y los normativos: los primeros corresponden a una herencia concatenada del pensamiento lógico-matemático, desde el cual se valora al hombre promedio; su acepción filosófica acentúa más la idea de “como es” el ser humano que como “debería ser”; los segundos (los normativos) son patrimonio de un pensamiento más platónico, acá se valoriza el “deber ser” desde un sistema axiológico hegemónico que está de turno, buscando un modelo ideal de ser humano, siempre utópico.


En relativa acepción, ambos criterios pueden percibirse no solamente insuficientes, sino también nefastos. Las categorías normativas de anormalidad basadas en un hombre que no se somete al ideal predominante ha sido desde tiempos arcaicos un accidente cultural. Desde los fenómenos históricos más presentes: como la reivindicación de un ideal nietzscheano encarnado en los sistemas políticos nacis, provocando miles de asesinatos; hasta los más olvidados: como el secuestro, el robo de la niñez en sacrificio de la guerra en Esparta siglos antes de Cristo, reivindicando el ideal del deber ser guerrero; hasta lo más desconocido y aberrante: como los ritos de pasaje en subculturas y etnias africanas, como los yaos, donde inician sexual y brutalmente a las niñas bajo el ideal de mujer adulta mediante prácticas de tortura, las apuestas de un hombre ideal son plausibles de gran crítica, consecuencias eugenésicas, genocidios y guerras. Respecto a lo que el ser humano “ya es”, en propuesta de adaptarse a él persiguiendo las metáforas de gauss, y otras, ha sucumbido que en la vida real las personas aparenten “políticamente correcta” una similitud que mucha veces, como criticó alguna vez Husserl, la ciencia intenta "ingenuamente explicar", mientras que en lo no-aparente, en lo auténtico, el humano muestra regir su comportamiento por principios puramente internos y azarosos; bajo estas consideraciones sería importante analizar quizá, si bajo una cultura escindida de la opresión política y cultural se mantienen similitudes que mancomunen a los humanos.


De primeras a ciertas, siguiendo cualquiera de estos criterios se despiertan preguntas incomodas: ¿Puede el mayor colectivo “ser patológico”? (se preguntó alguna vez Erich Fromm), si la respuesta es afirmativa: ¿Cómo puede lo patológico definir lo patológico? Si la respuesta en negativa: ¿De qué hablan entonces las estadísticas mundiales? ¿Es mensurable una patología?, o como se preguntó Nietzsche ¿puede lo humano definir lo humano? Otra consideración, quizá menos conceptual, pero más circundante en las practicas sociales, es una respecto a la inmutabilidad. Los cambios repentinos, sin previa visualización del proceso (al menos aparentemente) pareciesen vislumbrar algún tipo de patologización; en la cultura posmoderna, la estaticidad es empleada desde distintas metáforas como una dimensión de la madurez, el bienestar, la “coherencia” o la “continuidad” y otras más que refieren a lo sano, normal y común. Todo quiebre subversivo en este contexto acusa un problema, pero la paradoja sustancial es que aquello que nos mancomuna así “estáticos” e invariables no es propio de nuestra naturaleza humana sino propio de un orden social que unívocamente nos somete por la fuerza y nos autosomete por la cultura de la ortofuerza, es decir, la fuerza correcta que mediante unos axiomas morales determinada organización social obliga. En otras palabras, el ser humano, no es naturalmente inmutable, sino al contrario, este es un ser cambiante, en tránsito, siempre está reinventándose a sí mismo y repensándose en una constante metamorfosis. La normalidad, por su parte, es un concepto quieto que intenta “ordenar” el movimiento fenomenológico a expensas de mancomunar taxonomías que nos permitan generar marcos de inteligibilidad a través de los cuales formar sociedad hegemónica. Sin embargo, cuando se observa al humano por fuera de los dispositivos de poder ya sean psiquiátricos u otros, este humano nunca para de transformarse y permanece en constante deformación de sí mismo. No obstante, la patología, psiquiátrica o no, es visible y empíricamente inobjetable.


¿En donde entonces podríamos encontrar un criterio para distinguir entre lo normal y lo patológico? Desde mi perspectiva, la anormalidad debe ubicarse únicamente en el sufrimiento, tanto para si mismo, como para el resto. Por tanto, han de delimitarse algunas cuestiones: si la disfuncionalidad o alteración no provoca sufrimiento, no es una patología; si la excentricidad por fuera del promedio no provoca sufrimiento no debe ser considerada entonces una patología. Pero, asimismo, deben considerarse patologías aquellos sufrimientos de los cuales no se puede escapar por voluntad propia, es decir, aquellas enajenaciones desadaptativas, pero condicionadas siempre al valor singular del ser humano, esto es, si mi valor como humano no es el trabajo y equis patología no me permite “funcionar laboralmente” entonces mi disfuncionalidad prescinde de una anormalidad; dicho todo esto, concluyo, aunque en una idea muy en pañales y sin ninguna convicción ni conocimiento, sino más bien, desde una opinión pobre (aunque dispuesta), que la cuestión patológica es una cuestión únicamente particular; es decir, imposible de aplicar isomorfismos, manuales generales, metodologías deductivas o tratamiento experimentales.


Por: Fabian J. Castañeda Vidal


 
 
 

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