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[1] EN PRIMERA PERSONA


Por mera economía intelectual, dejare aquí por escrito, una constancia a priori de que el siguiente texto dispuesto al lector, será vagamente a-sistematico, in-coherente y autentico. Me propongo así, a escribir sin borrones, tipo tratamiento-psicoanalista, debido a que voy a narrar e interpretar algunas de mis experiencias subjetivas —creo que sobre la amistad—. Sentirá quizá el lector, como me deslizo por ambiguos párrafos inconexos, que no guardan relación ni sentido con los demás; o quizá el texto me quedé bien, y sea usted cómplice de una cuestión entendible, pero no tenga miedo, las palabras que aman nunca son las correctas. Dispongase mejor como quien se posiciona desde una conversación a padecer la experiencia vivificada. Le sugiero no esperar un cuerpo de conexiones lógicas, metáforas estéticamente encajadas u orden correctamente articulado como quizá habrá leído en otro de mis escritos anteriores. Este texto no pretende enseñar nada, y se propone ninguna cosa más que la de describir lo que esté presente, en la medida en qué esté presente tambien en el proceso de la escritura.


Estos días me he preguntado muchísimo por la energía. Me refiero por supuesto a la energía del cuerpo, la mente, la voluntad: esa energía que sentimos efectiva a la hora de mantener una conversación con alguien, exponernos a cierto tipo de actividades, o lo que sea que suponga una actividad exogámica.


Siempre me tardo más que los demás en ponerle nombres a las cosas que me pasan. Mi relación con el lenguaje es desde luego muy conflictiva, permanezco comúnmente en la posición de un escéptico indemne frente a la santísima lista de significaciones por padecer. Sin embargo, entre pensamientos, conversaciones y darle algunas vueltas, encontré algunos descriptores que me hacen mucho sentido respecto a mi relación con la energía. Me he dado cuenta particularmente que lo que de mí desgasta más energía es la personificación particular de cada relación de amistad. Digo esto porqué singularmente en los últimos dos años comencé a vivir un mundo muy nuevo: el de la universidad. No me había desahogado antes por escrito respecto a este tema en particular, pero es para mí oportunamente el momento para hacerlo.


Ser cristiano, a veces supone el estar inmerso en una cultura acentuadamente distinta. A veces esto implica no preocuparse por ciertas cuestiones que uno nunca prevé venir entre quienes ya conoce. Todas las culturas son en alguna gradación predecibles. Pero luego de estar tan inmerso en pequeños mundos, el estar presente en una cultura distinta me ha hecho darme cuenta de inmensas novedades. En un comienzo, como toda transculturalidad, he tenido que aprender nuevos idiomas, me refiero con esto a esas codificaciones entre líneas que uno debe hacer de la mayoría de las personas; es muy difícil, por cierto, y desgastante. El cristiano acostumbra a verbalizar con mayor claridad y reconocimiento consciente del sí mismo, y en mi entrada a la Universidad nunca pensé que debía a veces sacar de la boca las palabras a muchas personas. La repetitividad constante de este tipo de actividades es profundamente desgastante. Luego de dos años, aún no me siento adaptado; calculo que posiblemente nunca lo estaré, pero me complace reconocerme en el intento. No obstante, sin ánimo alguno de continuar con listados negativos, me gustaría expresar una cuestión enormemente valiosa: la posición de un extranjero supone también el enorme beneficio del aprendizaje. Esta claro que me gustaría no aprender muchas cosas que en mi sentimiento subjetivo no aprovechan de ninguna manera. Pero los amigos universitarios son muy distintos a los cristianos, sobretodo porque su visión de mundo es drásticamente irregular; te enseñan entonces a perder el control en el sentido más autorregulatorio en que se pueda comprender, funcionan como espejos desarticulados defectuosa y/o beneficiosamente neutros; a veces no tienen mucha paciencia, y eso es bueno: muchas veces no tienen idea de como decir las cosas, pero saben por excelencia decir. Al explorar esa cuasihabilidad reflexiono impulsivamente sobre mis silencios. Lo que me gusta de los no-cristianos (que por cierto, no me satisface llamarles así; no he encontrado otro termino), es qué no están casados con el lenguaje, sus expresiones, aunque muy comunes y triviales, son anárquicas. El cristiano en su opuesto está muchas veces interpelado por un dialecto subyacente que no le permite expresar realidades; la voz de su teología habla primero que la perpetuidad de su alma. Básicamente el adorno de las palabras previamente dichas constituye las paredes divisorias que delimitan la comprensión de un receptor que necesita por defecto oír. Esto es muy importante en las relaciones humanas. Y es muy importante reconocerlo en la practica de la tensión social. Quizá en un segundo escrito, pudiese yo ordenar y sistematizar ideas, eventos y significados respecto a este baúl de experiencias cotidianas que por ahora expreso solo como un sonido, alomejor con la intención de hacer ruido. No obstante me gustaría hacer mención de una cuestión final en mi pseudoexploración. Y es qué, la vinculación con los principios bíblicos que enriquecen una vida social altamente significativa se vuelve mucho más compleja cuando se enmarca en terrenos desconocidos. No obstante, sin ánimo de hacer teología intelectual, pero solicitando al lector aguantarme únicamente el decir que algunas bellas y practicas palabras griegas como “apoge-jomologeo-agape- y metanoia”: me han dado vuelta en mi cabeza más que en ocho años de cristianismo. Me gustaría decir, para los entendidos, que la conexión humana no tiene fronteras ideológicas, religiosas o culturales. Más bien, la cosmovisión asimilada de un Jesús trascendente posibilita el derribar paredes divisorias impensables para correr una milla extra, extender el perdón, abrazar al que está al lado de las formas más particulares que puedan emergerse, y amar sobretodo cualquier limite de la similitud y la diferencia cualquiera. Para ustedes que no me han entendido bien por causa de mi vanidad expresiva, simplemente estoy intentando caracterizar lo mucho que les quiero y les estoy queriendo en los espacios menos trastocados de una relación humana; como ustedes a mí, valiosos, valiosas, valieses amigxs, unicxs e incomparables.


Por: Fabian J. Castañeda Vidal.

 
 
 

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